Ocultos
La cicatriz de nuestros privilegios
Miguel F. Campón

 

 

 

Cada vez que matamos a alguien se mueren todas las palabras. Después del eufemismo de la muerte del otro, usamos un lenguaje fantasma que dejó de funcionar. Entonces, abordamos, sin éxito, la tentativa de pronunciar el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En 1948 alguien escribió, en el artículo 14, palabras que continúan flotando sobre el agua, en el lado de la contemplación, de la respiración y de la vida: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país”. Palabras que han sido tachadas por la línea del horizonte y que, con su locura del fragmento, solo muestran parcialmente los cuerpos de los ahogados.
Si Tristan Tzara hubiera presenciado, en el Estrecho de Gibraltar, la llegada de las pateras, hubiera reafirmado que el pensamiento se crea en la boca de los que aún viven, de los que tuvieron que desaprender a nadar porque hacerlo era demasiado humano ante los dominadores del océano. Un océano es una piscina en aguas internacionales habilitada para la selección natural, un renacer sobre una nada fabricada en el escándalo de lo tal vez querido. Creámoslo así. Tachar y aprender a leer las tachaduras sin asombro, como una consecuencia, como nuestra consecuencia inasumible.

Ocultos, el nuevo proyecto de Lourdes Germain, articula palabra, fotografía e imagen en movimiento para hablarnos de la crisis global de los refugiados. Y lo hace cediendo la palabra al otro, agrietando la posibilidad de los monólogos. Más allá del ser, en la tachadura de sí misma, acoge la llegada del compromiso ético. Al adentrarnos en sus páginas, encontramos que la palabra predomina como zona de reconstrucción de historias, de narraciones imposibles sobre aquello que sucedió. Refugiados de Mali, Rusia, Ghana, Nigeria, Camerún, El Salvador, Honduras, Colombia, Guinea Conakry, Burundi, Nicaragua, Cuba, Venezuela y Brasil relatan, como protagonistas, un testimonio insostenible que, por voluntad de la artista, ha admitido numerosas correcciones, re-conociendo la infinita dificultad de contar la historia de la (des)vergüenza en el idioma de la tranquilidad.


Junto a los testimonios, fotografías que hablan de la imposibilidad de un rostro que reúne, que exhiben la disgregación incapaz de hacer durar demasiado la llegada de lo intolerable. Ningún rostro, como la tinta, llega a existir aquí. Hay que pixelar, emborronar, rediseñar las zonas de la violencia, convertirla, con un esfuerzo que solo ellos conocen, en las mil máscaras de la dignidad. Los rostros, esos signos fronterizos que se leen bajo el título “una historia del ego”, aparecen conectados con lugares inexplorados donde aún existe una fraternidad inaccesible. Palabra y rostro que reconstruyen, con fragilidad, un tiempo de la supervivencia, en testimonios transcritos que tienen que ser leídos, porque las declaraciones de amor (una violación de los derechos es también una tristísima declaración de un amor que no pudo ser) siempre se comprenden después, en una tinta traída del futuro y otra vez perdida en el futuro. Tal vez se trate de narrar la historia del miedo y de hacerlo sin miedo, de escuchar un silencio donde cesan, también, el odio y la venganza.

No puedo contarlo. No puedo decir nada ya. Algo ha quemado los instantes que nos hacían iguales, y ahora nos resta una incandescencia que dividió la vida en dos. Los europeos somos expertos en dividir la vida en dos para luego recomponerla en un bien-venidos, en un wel-come a un no-lugar. El guión, como el horizonte, como los barcos que flotan sobre el mar, es la aguja que cose la cicatrización de nuestros privilegios. Occidente sabe separar y unir. Pero no imáginábamos que, al dividir, estábamos disolviendo nuestra propia tierra. “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”, escribió Nicanor Parra en su poema Chile1. Es lo que sucede con las fotografías de naturaleza que integran el proyecto. Cuando hablamos de territorio definimos fronteras, privilegios, seguridades; imponemos un orden, despedimos un caos.

Pero Lourdes Germain nos habla aquí de una naturaleza sin territorio, que no existe, que insiste por debajo del paisaje.
Si un paisaje aísla un mundo (Welt), estas fotografías terminan por desorganizarlo. El agua, la tierra, los árboles, las burbujas de aire, las gotas de lluvia, el rompimiento de las olas, la multiplicidad de las briznas de hierba, las motas de polvo, la espuma del mar del Estrecho de Gibraltar mientras suena la voz que emite un dictador desde una isla, todo se muestra bajo las condiciones atómicas de grupos humanos que transgreden la ficción del Estado-nación. Frente a las ambiguas masas de agua de Roni Horn, en Lourdes Germain hay una naturaleza que se pulveriza hasta convertirse en una atmósfera de la crueldad. Estas imágenes revelan un enfoque político: intentar componer hoy una unidad tranquilizadora es incrementar un mundo para des-terrar, a-terrar y ex-terminar al otro. En las imágenes la artista reconoce la belleza de las minorías, la aceptación del temor a los números pequeños que amenazan nuestras fantasías de pureza2. No hay aquí paisajes puros, sino derrumbamientos de la totalidad. Ante el compromiso ético, conviene perder teorías, agrietar la univocidad, reconocer un espacio-refugio en nosotros. Porque el otro siempre estuvo ahí, en nos-otros, como un corazón trasplantado que creímos nuestro.  

Podíamos decir que los infra-paisajes de Lourdes Germain funcionan como un órgano trasplantado. Son lo irrepresentable en el seno de la representación. Cuando Jean-Luc Nancy habla en El Intruso de un trasplante de corazón, nos indica un modo de acoger al refugiado: pensarnos a nosotros mismos como Estados-fantasmas, híbridos, hasta reconocer al extranjero en su intrusión sin borrar su identidad inalterable. Escribe Nancy: “es indispensable que en el extranjero haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. (…) Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar de simplemente «naturalizarse», su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser en algún aspecto una intrusión”3. El extranjero es, entonces, un viajero en un tren que siempre está llegando, un mar que se desplaza por la pantalla hasta convertirse en una masa anónima que arranca toda posibilidad de raíz, todo hechizo de pertenencia.

Sobre el horizonte continúan, semihundidas, las palabras tachadas. Nosotros, los que nadamos como seres que retornan a la orilla, hemos aprendido a adentrarnos en el mar, a nadar con los órganos que ellos nos legaron. Dentro, en el olvido, no sabemos leer. Descansamos y respiramos en la línea de las tachaduras. Dejemos que las palabras continúen siendo fantasmas. Al volver, enseñaremos a nuestros hijos a dividir y a escribir en el agua la verdadera historia.

 

 

 

 

1 Parra, Nicanor (2017): El último apaga la luz. Barcelona: Lumen, p. 208.
2 Appadurai, Arjun (2007): El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia. Barcelona: Tusquets editores,
3 Nancy, Jean-Luc (2006): El intruso. Buenos Aires: Amorrortu editores, pp. 11-13.